Los derechos de los hijos de personas condenadas a muerte o ejecutadas

Los derechos de los hijos de personas condenadas a muerte o ejecutadas rara vez son objeto de debate y han recibido muy poca atención en general. Es esencial que incorporemos la perspectiva de la infancia a este ejercicio de reflexión.

En los últimos años, hemos presenciado algunos acontecimientos prometedores a nivel mundial: en septiembre de 2013, el Consejo de Derechos Humanos organizó una importante mesa redonda sobre los derechos de los hijos de personas condenadas a muerte o ejecutadas, y los informes del Secretario General sobre la pena capital se ha hecho particular hincapié en este tema. El Comité de los Derechos del Niño ha analizado la cuestión en su examen de los informes relativos a la aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño en los Estados Partes. Esta cuestión también se ha planteado durante el proceso del examen periódico universal.

Varios instrumentos internacionales y regionales de derechos humanos prohíben la pena capital, defienden su abolición y limitan estrictamente su uso para castigar los “delitos más graves”. Alrededor de 160 Estados han abolido la pena de muerte o introducido una moratoria de la pena de muerte, ya sea por ley o en la práctica, y algunos han suspendido su aplicación.

Pese a esta tendencia general a imponer cada vez menos la pena capital, en algunos países sigue observándose una falta de transparencia en lo que respecta a las ejecuciones y, en ocasiones, los datos sobre la aplicación de la pena de muerte se clasifican como secretos oficiales. Huelga decir que resulta aún más complicado obtener información sobre los niños y las familias afectados por la ejecución de un progenitor. Hay que mejorar urgentemente la recogida de datos y la investigación en este campo.

Según los estudios de que disponemos, la pena de muerte afecta de manera desproporcionada a los pobres y a los miembros de minorías étnicas, raciales y religiosas. El estigma al que se enfrentan las hijas e hijos de personas condenadas a muerte puede, por tanto, verse agravado por la concurrencia de otras muchas formas de discriminación.

De hecho, la protección de los derechos de la infancia consagrada en la Convención sobre los Derechos del Niño es un sueño muy lejano para estas niñas y niños: no se atiende ni se protege debidamente su interés superior (artículo 3); no se garantiza su derecho a no ser objeto de violencia (artículo 19); no se respeta su derecho a recibir protección y asistencia especiales cuando, a consecuencia de los actos cometidos por un Estado, se ven privados temporal o permanentemente de su medio familiar (artículo 20); y tampoco se les reconoce el derecho de todo niño a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social (artículo 27, 1))

Para cualquier niña o niño, la pérdida de un progenitor es una experiencia extremadamente traumática, sean cuales sean las circunstancias. Pero, a diferencia de la muerte de un progenitor por causas naturales, cuando esta se produce como consecuencia de una ejecución ordenada por el Estado, puede resultar especialmente confusa y aterradora. Dadas las dificultades que tienen para comprender y explicar su situación, estos niños pueden terminar negando la realidad y reprimiendo sus emociones. Necesitan ser atendidos con compasión y recibir regularmente información precisa y adaptada a su edad acerca de la situación en que se encuentra su progenitor. La experiencia nos enseña que el apoyo de la familia y de otros niños en su misma situación, junto con la asistencia brindada por organizaciones comunitarias y de la sociedad civil, puede ser una manera eficaz y útil de intervenir en estos casos.

Las hijas e hijos de una persona condenada a muerte pueden verse invadidos por la ira y una profunda incertidumbre. Desde el juicio hasta el ingreso en prisión, todo el proceso, que en ocasiones consta de varias fases y recursos ante los tribunales, resulta agotador tanto para los condenados como para sus hijas e hijos. Estas niñas y niños experimentan estrés y ansiedad considerables cuando se anuncia la ejecución y cada vez que esta se pospone o se recurre por la vía judicial. Traumatizados y con la autoestima baja, se ven aquejados constantemente por pesadillas o falta de sueño y trastornos en la alimentación; pierden capacidad de concentración y su interés por los estudios disminuye, junto con el deseo de participar en cualquier forma de ocio o juego. Algunos se ven obligados a ejercer una actividad económica porque el cabeza de familia está preso o ha sido ejecutado. En tales circunstancias, el trastorno por estrés postraumático, el comportamiento agresivo y las autolesiones suelen ir de la mano. En general, los niños sobrellevan esta experiencia aislándose y sumiéndose en la desesperanza más profunda. Son niños que, en verdad, han quedado atrás.

Tras conocerse el fallo del tribunal, es posible que los integrantes adultos de la familia tengan que concentrar sus energías y recursos en impedir la ejecución, y es entonces cuando los niños podrían dejar de recibir la atención que necesitan. Después de una ejecución, el trauma y el duelo no resueltos pueden crear dificultades a estas niñas y niños para ejercer de madres y padres en la edad adulta, por lo que la pena de muerte acaba teniendo un prolongado efecto intergeneracional.

Pese a que los datos sobre este tema son limitados, las estadísticas publicadas por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito revelan que entre un 40 % y un 70 % de los homicidios de mujeres son obra de su compañero sentimental o de un familiar. Esto significa que un gran número de niñas y niños sufren las consecuencias tanto de los delitos cometidos como de las penas impuestas. Al aplicar la pena de muerte, el Estado se convierte, de hecho, en responsable de que esas niñas y niños queden huérfanos. En algunos casos de violencia doméstica, es posible que los hijos también sean llamados a declarar en el juicio y que desarrollen consecuentemente un hondo sentimiento de culpa, pues con su testimonio podrían estar contribuyendo a condenar a muerte a su propio progenitor.

Además, el terrible estigma asociado a los condenados a muerte a menudo complica la búsqueda de padres adoptivos o cuidadores alternativos para los hijos. Esto no hace sino intensificar su dolor y aumentar al mismo tiempo el riesgo de que el niño acabe viviendo en la calle, sin hogar, expuesto a la violencia y la explotación, y susceptible de entrar en el mundo de la delincuencia por medio de engaños. En tales situaciones, las niñas son especialmente vulnerables a la violencia sexual. Al mismo tiempo, puede que los familiares no dispongan de los recursos financieros necesarios para cuidar de ese niño o niña, y cuando tanto el autor como la víctima del delito son sus progenitores, el homicidio puede provocar divisiones en el seno de estas familias y el niño o niña podría quedar abandonado a su suerte y obligado a valerse por sí mismo.

Visitar a un progenitor en la cárcel suele ser una experiencia aterradora; los cacheos y los gritos del personal de la prisión pueden despertar miedo y ansiedad en el niño, que podría sentirse como si también él estuviera preso. En muchos casos, estas niñas y niños tienen que recorrer largas distancias para llegar hasta la cárcel y el tiempo que pasan con su progenitor es demasiado breve. Los niños querrían pasar más tiempo con su padre o su madre en un entorno acogedor y apto para su edad, y recibir un trato respetuoso de los funcionarios de prisiones. A veces no se les permite visitar a sus padres con la frecuencia suficiente y es posible que los cuidadores se muestren reticentes a acompañarlos a la cárcel.

La ejecución de un progenitor, sustento de la familia y figura protectora en la vida del niño, puede provocarle un conflicto interno considerable y conducir más adelante a una compleja relación con el Estado y la comunidad. Las probabilidades de que esto suceda aumentan cuando se aplica la pena de capital para castigar delitos que no resultan en muerte. Puede que los niños entiendan que su progenitor ha obrado mal y tiene que responder de sus actos. Pero son incapaces de comprender y aceptar que el Estado planee de forma deliberada acabar con la vida de su padre o su madre. Esto puede hacerles desconfiar de los legisladores, los agentes del orden y el sistema judicial, además de influir en su futuro comportamiento y su integración en la sociedad.

También es importante recordar que la pena de muerte no afecta solamente a las familias que viven en un determinado país. Cuando los padres son condenados a muerte en un país extranjero, es posible que el estigma que sufran sus hijos no sea tan pronunciado y que reciban un mayor apoyo del público y de su propia comunidad. No obstante, al no tener ninguna experiencia ni expectativa de la pena de muerte, la conmoción que tienen que soportar puede ser aún mayor.

Por muy desoladora que sea la realidad de los hijos cuyos padres han sido condenados a muerte, es posible evitarla. Y hay casos en que se ha esgrimido el efecto negativo de la pena de muerte en el bienestar de los niños para argumentar en contra de este tipo de sentencias. El cambio es factible, y para conseguirlo es esencial tomar tres medidas:

Primero, la condena a muerte o la ejecución de un progenitor menoscaba el disfrute de una amplia gama de derechos del niño, pero esta situación se puede evitar, como nos recuerda la aprobación, hace ahora casi 30 años, del Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, destinado a abolir la pena de muerte. Debemos trabajar para que más Estados ratifiquen el tratado, que ya entró en vigor en 84 países, y para velar por su cumplimiento efectivo.

Segundo, urge estudiar más a fondo la situación de los hijos de personas condenadas a muerte. No obstante, ya disponemos de pruebas lo bastante sólidas y convincentes para saber que estas niñas y niños necesitan urgentemente un entorno en el que sentirse protegidos; además, hay que impedir que sean discriminados y estigmatizados, y proporcionarles servicios y medidas para facilitar su recuperación y reintegración lo antes posible.

Tercero, es importante recordar que en este momento se sigue condenando a niñas y niños a la pena de muerte. Esto contraviene lo dispuesto en la Convención sobre los Derechos del Niño y otras normas internacionales de derechos humanos que prohíben la imposición de la pena capital por delitos cometidos por menores de 18 años, con independencia de la edad que tengan durante la celebración del juicio, la fase de imposición de la pena o la ejecución de la condena. Es imprescindible garantizar el respeto y la plena aplicación de esta disposición fundamental de la Convención sobre los Derechos del Niño en todos los países.

Si trabajamos unidos a nivel internacional, regional y nacional, podremos lograr un cambio de paradigma. No solo es posible salvaguardar los derechos de los niños en todo momento y allá donde se encuentren, sino que esto nos permitirá construir sociedades seguras, justas y pacíficas para todos.

Se necesita mayor protección para los hijos de padres condenados a muerte o ejecutados, expresó el Director de ODIHR y Representante Especial de la ONU en el Día Mundial contra la Pena de Muerte.

 

Martra Santos Pais

Nueva York, 10 de octubre de 2017