La promoción de los derechos de los niños y niñas con discapacidad
Con la implantación efectiva en todo el mundo de la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, se puede producir un cambio de paradigma en cuanto al modo en que se promueven, protegen y hacen efectivos los derechos humanos de los niños y niñas con discapacidad. Un cambio que, por lo demás, debe llegar cuanto antes.
La vida de los niños y niñas con discapacidad está envuelta en estigmas, discriminación, prejuicios culturales, equívocos y una invisibilidad que resulta chocante. Por desgracia, también está dramáticamente marcada por un mayor riesgo de violencia, lesiones, desatención y explotación.
Si bien escasean los datos e investigaciones sobre este particular, los estudios disponibles revelan una alarmante prevalencia de la violencia contra estos niños y niñas: desde una gran vulnerabilidad a la violencia física y emocional durante sus primeros años de vida hasta un riesgo elevado de convertirse en víctimas de agresiones sexuales al llegar a la pubertad.
Aún hoy, los niñas y niñas con discapacidad siguen considerándose con demasiada frecuencia como una maldición, una causa de vergüenza familiar y una desgracia para la comunidad. En algunos países, la discapacidad se percibe como un síntoma de brujería y de posesión del niño o la niña por parte de espíritus malignos; en estos casos, se cree que, para liberar a la víctima, hay que someterla a la inanición, exponerla a calor o frío extremos, o incluso al fuego, además de propinarle severas palizas.
Los niños y las niñas con discapacidad que se usan para mendigar quedan a merced de la violencia callejera, y son objeto de torturas y maltrato físico para que logren concitar más atención y lástima.
En las escuelas, a menudo segregadas y de calidad deficiente, sufren palizas, acoso y abuso por parte de docentes que no están debidamente preparados y no comprenden ni atienden sus necesidades especiales; y el trato por parte de sus compañeros no es en absoluto mejor.
La probabilidad de sufrir violencia física, agresiones verbales y maltrato emocional es extraordinariamente elevada cuando estos niños y niñas son enviados a internados, cuyo personal trabaja frustrado, en un empleo mal pagado y sin la capacitación apropiada, a todo lo cual hay que añadir las actitudes estigmatizantes de los miembros de la comunidad.
Las familias de los niños y niñas con discapacidad soportan pesadas cargas y afrontan altos niveles de estrés, falta de apoyo social y médico, escasez de información sobre los servicios y derechos a su disposición, y un profundo sentimiento de aislamiento, todo lo cual agrava el riesgo de violencia en el hogar. Algunas de ellas no responden con actos de violencia activa, sino con desatención; otras optan por aislar al niño o a la niña (en condiciones que, con frecuencia, resultan dramáticas, como habitaciones sin ventanas o calurosos patios) con el fin de limitar su contacto con el mundo exterior, entre otras razones, para protegerlos de los abusos y la estigmatización; e incluso las hay que recurren a “homicidios por piedad” como método para poner fin al sufrimiento del niño o la niña, en ocasiones movidas por la presión o el asesoramiento de otros familiares o miembros influyentes de la comunidad.
Ante casos de violencia, la mayoría de los niños y niñas no saben dónde acudir ni a quién llamar para pedir consejo y apoyo; se sienten compelidos a ocultar sus historias por miedo a padecer aún más estigmatización, acoso, abandono y represalias. ¿Cuán mayores no serán estas dificultades en el caso de los niños y niñas con discapacidad?
Este colectivo infantil corre más riesgos de padecer violencia física, psicológica y sexual; tiene menos probabilidad de beneficiarse de programas de asesoramiento y prevención, así como de figurar entre los destinatarios de servicios de protección específicos; y experimenta mayores dificultades para plantar cara a los casos de violencia y protegerse frente a ellos.
Los niños y niñas con discapacidad pueden reprimir sus quejas por miedo a perder el apoyo de quienes los cuidan, además de la atención y el afecto de las personas de las que han llegado a depender; o pueden quedar privados de servicios de educación y apoyo porque, sencillamente, no existan alternativas.
Las instituciones, si es que las hay, que prestan asesoramiento o tramitan denuncias y quejas quizás no cuenten con un acceso practicable para esos niños y niñas, carezcan de información accesible y adecuada para que la utilicen de manera efectiva, y no brinden el apoyo necesario al que tienen derecho.
Además, una gran proporción de denuncias formuladas por niños y niñas con discapacidad queda sin tramitar. Hay varias razones: el personal que debería darles curso carece de la debida formación o preparación para gestionarlas eficazmente; impera la idea de que los niños y niñas con discapacidad se confunden fácilmente, o son incapaces de contar su caso o de proporcionar testimonios convincentes y precisos; y, aún con demasiada frecuencia, el sistema de justicia no está adaptado en absoluto a las necesidades de la población infantil y de las personas con discapacidad.
Esto queda de manifiesto en la situación de un niño ciego o una niña ciega que ha sido víctima de agresión sexual y tiene problemas para identificar al autor. Otras barreras persisten en numerosos países, cuya legislación no considera válido el testimonio de un niño o niña con discapacidad ante los tribunales, o les impide prestar juramento o firmar documentos legales.
La convergencia de todos estos factores conduce a un silencio cómplice y a una fuerte sensación de impunidad en casos de violencia contra niños y niñas con discapacidad.
Hay que invertir este patrón. Es crucial que en todos los países se adopte una legislación que prohíba cualquier forma de violencia, dondequiera que ocurra, contra los niños y las niñas, incluidos los que tienen alguna discapacidad. Urge implantar en todos los países mecanismos eficaces, con una buena dotación de recursos y que tengan en cuenta las necesidades de la población infantil y de las personas con discapacidad para prevenir y combatir los actos de violencia. Resulta esencial invertir en campañas de concienciación e información, lo que incluye investigaciones sobre la discapacidad infantil, así como sobre las formas y la prevalencia de la violencia que socavan el disfrute de sus derechos.
Hoy, más que nunca, hemos de tender la mano a la población infantil y joven con discapacidad, así como a sus familias y a las organizaciones que fomentan la protección de sus derechos.
El debate de este año en la Asamblea General sobre los derechos de los niños con discapacidad representa no solo una ocasión excepcional para promover un salto cualitativo en el enfoque que hasta ahora se ha dado a los derechos de los niños y niñas con discapacidad, sino también una oportunidad única para avanzar en el proceso de creación de mecanismos eficaces y dotados de recursos suficientes para prevenir y combatir los incidentes de violencia.
No podemos dejar pasar esta oportunidad.
Marta Santos Pais
Nueva York, 20 de junio de 2013